
¿Por qué el velo le es al hombre más precioso que la realidad?[1]
Jaques Lacan
Fetichismo. Fetichista. Fetiche. Términos que dibujan una escena sexual o religiosa.
Para el primer caso, una escena en la que existe un objeto protagonista que desencadena y sostiene un encuentro; más precisamente, un reencuentro con algo más allá de lo que los sentidos pueden capturar: un olor, un sabor, un color, una forma, una textura, un tono de voz.
Fetiche: hechizo, artificio, símbolo; objeto idolatrado que vela la ausencia, que se erige por la ausencia. Depositario de lo imaginario, representante de lo real. El fetiche es un significante fijado; en palabras de Lacan, “una ilusión sostenida y adorada”[2].
Pensaré aquí el fetichismo no como efecto de represión o forclusión excluyentemente sino como acto en tanto la institución de un trofeo en esa frontera entre la neurosis y la perversión.
Lacan plantea que “lo que se ama en el objeto de amor es algo que está más allá[3].”
¿Qué habría más allá de ese objeto de amor? Habremos de encontrar una ausencia; la imposibilidad, la incompletud, eso que de tajo corta. Aquello de lo que no se quiere saber.
Enseguida desarrolla la idea del velo, o la cortina, como una materialización de la interposición entre lo que el sujeto aprehende del objeto y ese más allá al que este objeto estaría apuntando.
“Puede decirse incluso que al estar presente la cortina, lo que se encuentra más allá como falta tiende a realizarse como imagen. Sobre el velo se dibuja la imagen. Ésta y ninguna otra es la función de una cortina, cualquiera que sea. La cortina cobra su valor, su ser y su consistencia, precisamente porque sobre ella se proyecta y se imagina la ausencia. La cortina es el ídolo de la ausencia.[4]”
En las líneas anteriores encontramos claramente la acotación que Lacan realiza, al señalar que esa cortina, ese velo indistinto, desempeña una función específica de proyección. Y es en este punto donde quisiera integrar la pantalla como superficie, donde se proyectan imágenes, y como función acentuada en la separación o barrera y el abrigo o protección ante algo indeseado.
Hoy en día, pocas personas andan sin una pantalla a la mano, los que la llevamos nos volvemos de pronto obsesivos de lo que en ella pueda aparecer en forma de “notificación”; aceptamos sin muchos cuestionamientos las ventajas de conectividad, las facilitaciones que nos brinda en términos prácticos. Pero habremos de plantearnos varias cuestiones, ¿qué representa esa pantalla?, ¿por qué resulta tan fascinante y a veces tan inquietante?, ¿qué encontramos ahí?
Esa pantalla, que proyecta y refleja al mismo tiempo en un solo acto continuado, se ha erigido como un vórtice que, por más frontera que represente, más refugio proporciona.
Ahí, se emprende una búsqueda constante. Las horas se desvanecen, las personas se abstraen, los lugares y las relaciones se nos presentan en una “realidad virtual”. Una realidad que no permite el aburrimiento y que ofrece una sensación de acompañamiento.
¿Qué compramos en una pantalla sino interactividad? La posibilidad de manipular su contenido. Basta observar la frustración de muchos ante un artefacto que no “anda bien”, el carácter desesperado porque se “volvió lento”, porque “se traba” o porque “no responde como se espera que lo haga”. La promesa de máximo rendimiento implica el miedo y la decepción ante la falla.
Compramos además nuestra integración en el “mundo digital”, porque ahí es donde ahora se pretende encontrar la tan anhelada y universalizada felicidad.
Millones de apps, descargas un demo y con muy poca suerte encuentras una suscripción en promoción. Una puerta a la solución de todas las insatisfacciones, de la desesperanza, del olvido. Una permanencia que antes sólo podíamos concebir como trascendencia.
Una pantalla es suficiente para evadirse. Ahí, todo es posible. Incluso una luz en la noche abrumadora, una compañía en la oscuridad, la consistencia de una imagen que en la memoria se difumina.
Los neurocientíficos sostienen que la luz de esa pantalla inhibe la producción de melatonina, que engaña al cerebro haciéndole creer que aún no es hora de dormir, por lo tanto, surge el insomnio.
Pienso que hay algo más, cierta compulsión por mantener esa luz encendida, la actualización del mundo en tiempo real, porque en un segundo el mundo cambia y parece imperdonable perderse de las tendencias. Aparece ese miedo a perderse del mundo, y con ello la frustración por sentir que no se esta en ese mundo como se supondría que debería de estar. Por supuesto, derivado de la constante comparación entre los estándares de bienestar, de felicidad, de éxito, de completud; y la continua insatisfacción que a su vez producen.
Ese velo muestra modelos de felicidad de fácil acceso y por tanto obligatorios.
“No eres feliz porque no quieres, porque no te has esforzado lo suficiente”. Esa felicidad de manual, cuyos posibilitadores se convierten en guías o, para que se escuche aún mejor, en “coaches de vida”, happycondríacos[5] “expertos en felicidad”. Una felicidad que puede lograrse a través de una serie de cursos o conferencias que prometen develar el gran secreto; con unas horas basta, y si no te funciona es porque te resistes a ser feliz, porque no te empeñas en lograr ese bienestar tan anhelado. Hay testimonios de éxito, ¿si el otro pudo, por qué tú no?
Pero, ¿dónde están esos “coaches de vida” cuando algo de lo real irrumpe? ¿En dónde queda la promesa de felicidad cuando grita la muerte en cada esquina por más que se quiera evitar? ¿Cómo garantizar lo que no tiene garantía? Ese grito mortal se ensordece con el ruido de las grandes ciudades y todo lo que esto implica; el desamparo se disfraza de potencia. “Just do it[6]” una de las consignas más conocidas en el mundo, un lema que contiene ese concepto tan utilizado por “los expertos en la vida”: fuerza de voluntad.
Fuerza y voluntad como ingredientes principales para vivir una vida digna de ser vivida. Lo que queda por fuera de esto se desprecia, se evita: la fragilidad, la incapacidad, la debilidad.
El más y el menos que categorizan la existencia, las virtudes convenientemente elegidas rigen y juzgan los actos. Nadie quiere saberse falto de voluntad, es mejor ir con el ideal en turno. Músculos tensos y voluntad firme, como señalaba Russell[7].
El velo, que muestra sin mostrar, en su belleza trasluce el horror. Una mascada de color, un cubre bocas diseñado, para no mostrar de golpe nuestra fragilidad.
Aislamiento, depresión y ansiedad resueltos con almohadas que remedian el insomnio y que prometen un sueño reparador; todo tipo de instrumentos para sostener esa imagen del cuerpo. No hay falla, si no eres feliz es porque no pagas por ello, la felicidad ahí esta. Todo esto en un intento de expulsar ingenuamente, por caminos directos y exprés, la angustia, el vacío, la finitud y la imposibilidad.
¿Por qué el velo les es más precioso al hombre que la realidad?, porque lo que llamamos realidad nos es insoportable y a lo insoportable se le vuelve transitable y para transitarle lo adornamos y le adoramos. Para no sufrir ese dolor del ser, de la transitoriedad, de la decadencia; ante eso, mejor un resplandor que, por más que ciegue, aleja de la oscuridad.
Un resplandor es más que el brillo de las cosas; un resplandor oculta deslumbrando, como el sol, de ese cuerpo celeste nada vemos, pero no por eso deja de estar ahí como causa de aquello que alcanzamos a percibir.
[1] Jaques Lacan, “La relación de objeto”, El Seminario, Libro 4, (1956-1957), Paidós, Bs. As. [2] Ídem. [3] Ídem. [4] Ídem. [5] Edgar Cabanas y Eva Illouz, “Happycracia. Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas”, 2019. Paidós. España. [6] Trad. “Solo hazlo”. Componente principal de la marca Nike, acuñado en 1988. [7] Bertrand Russell, “La conquista de la felicidad”, 1930.
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