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FUEGO AZUL

Foto del escritor: Patricia MeléndezPatricia Meléndez

Actualizado: 15 jul 2024


En un mundo de potencia, la caída es el síntoma de la negación de la falta.

Un abismo colmado más no ausente. La impotencia mortífera es la resistencia ante un goce mortal.

Una declaración de no pertenencia. Acontecimiento. Un grito sofocado que implosiona.

Un susurro que hace mar. Un mar negro, de ese negro que esconde el enigma.

Un desgarro, una súplica.

En un mundo de potencia se rehuye cualquier signo de decadencia, aunque a veces la caída pueda ser la puerta a la elevación del ser.



Sobre el dolor de existir:


“No sé que me pasa. Algo me invade, un vacío; un sin sabor, un sin sentido. Algo salió de mí, o entró; no lo sé. Y en realidad no me importa. La gente me dice que tengo tantas cosas por las que vivir, que todos tenemos problemas, que soy joven y debo seguir adelante. Mientras, siento que me hundo cada vez más. Quiero dormir, quedarme en cama sin correr las cortinas, cerrar los ojos y que pase el tiempo; no tengo energía ni para quitarme la pijama, mucho menos para entrar a la ducha. Me sumerjo en mi cama con el cuerpo constipado. La gente me llama, me pide salir, debo trabajar, debo parecer “normal”. Así que me cuelgo una falsa sonrisa, suficiente para que nadie pregunte, y salgo al mundo. A veces me reporto enfermo, me invento algo del cuerpo, de esos males que se curan con pastillas y que la gente entiende como motivo razonable para no preguntar más. Si dijera lo que el doctor me ha dicho, “tiene usted una gran depresión”, me tacharían de loco; y las preguntas, los consejos, las caras de preocupación y los lamentos no cesarían. Así que, sigo, no se si hacia delante pero sí con la corriente que hace parecer vivos a los peces, a pesar de que muchos ya no lo están. Cuando duermo, no sueño ni descanso; despierto con mayor agobio y mayor pesadez; cierro los ojos y el mundo se apaga.

De pronto el vacío, esa sensación de nada, como un limbo que sofoca y desespera. Sobreviene el llanto, ese llanto. Como si me vaciara, pero no encuentro alivio. Lloro, me deshago, un desahogo que me asfixia. A veces pienso en la muerte, hablo con ella y le pregunto cosas de la vida, qué ironía; pero noto que he encontrado cierto alivio en ella. Me ha dicho que su esencia no es la ausencia de lo vivo, de lo que respira; me ha contado que puede estar incluso en la lágrima que no termina, en la búsqueda que no cesa. La muerte no es oscuridad, es un fuego azul. Azul, no como el cielo sino como la profundidad del mar. Nadie quiere hablar de ella, mucho menos con ella. Como si con solo nombrarla se invocara. Entonces hablan de la vida, de la esperanza, de la dinámica de los cuerpos, de los planes, de vivir. ¿Vivir?, no sé qué es vivir; no sé cómo vivir.”


Este texto lo he creado bajo cierta penumbra que convoca la profundidad; en medio de nocturnos, adagios, boleros, baladas, blues, pero sobretodo mucha poesía. Con esos vínculos al alma; en un viaje que, si bien he disfrutado, ha explorado lugares de mucha penumbra.


Comienzo el recorrido. Un tango de fondo, Astor Piazzola en Soledad; con ese bandoneón capaz de rasgar el alma. Ritmo lento, in crescendo. De nuevo la música suave, como una caricia. La nota acentuada viene y va, viene como ráfaga y vuelve satinada, en una estela de paz que amenaza con volcarse en suspiro.


Le sigue un adagio, aquel engaño musical atribuido a Tomaso Albinoni; me lleva en una espiral que no logro descifrar. Pero a la que vuelvo una y otra vez; envuelta en las finas y poderosas notas de aquellos violines. Un recuerdo de la infancia; en la espera de esa perfecta y acentuada armonía de cuerdas que sublimemente llenaban aquella habitación.


Continua Mozart y su célebre Réquiem, especialmente la parte con la que concluye su inacabada obra: Lacrimosa, aquel día de lágrimas. Se sabe que Mozart compuso esta obra anticipando su muerte; tan lleno de culpa, tan lleno de dolor y lamentos.


Aparece un Claro de Luna que evoca el amor imposible de un Beethoven resucitado por su “amada inmortal”, Giulietta. Un rayo de luz que le mostraría un camino diferente a la reclusión. Una luz de redención.


Doy un gran salto en el tiempo y encuentro una de las letras que, para mi gusto, mejor representan el estado melancólico: “Je suis malade” de Serge Lama, magníficamente interpretado por Lara Fabian. Rescato unas líneas:


“He dejado de soñar, ya ni siquiera tengo una historia. Ya no tengo ganas de seguir, mi vida termina cuando te vas. Estoy enfermo, completamente enfermo. Como una roca, como un pecado. Estoy colgado de ti. Todos los barcos llevan tu bandera. Estoy cansado. Estoy agotado para fingir ser feliz. Estoy enfermo, como cuando mi madre salía por la noche y me dejaba solo, muriendo con mi desesperación.”


Regreso a Latinoamérica, me detengo en un himno a la vida escrito a manera de despedida. Violeta Parra escribió “Gracias a la vida” como antesala de un disparo auto infligido que terminaría con su existir. Ella, en una carta póstuma, escribió:


“No tuve nada. Lo di todo. Quise dar, no encontré quien recibiera.”


Un reproche, un reclamo; un quebranto que ensombreció la dicha homenajeada en su letra.


Más al sur, “Alfonsina y el mar”; resulta una composición inspirada en la muerte de la poetisa y escritora argentina Alfonsina Storni. Escrita a partir de su último poema titulado “Voy a dormir”; Storni, se arrojaría al Mar del Plata una tarde de lluvia torrencial buscando alejarse del dolor. En su poema podemos leer:


“Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame. Ponme una lámpara a la cabecera; una constelación, la que te guste; todas son buenas, bájala un poquito. Tú, nodriza fina, tenme prestas las sábanas terrosas y el edredón de musgos escardados.”


En México, “La llorona” es una de las canciones populares más representativas del Istmo de Tehuantepec, Oaxaca. Escrita en numerosos versos, y en distintas versiones, esta canción resulta un discurso con el amor, pero también con la muerte y con el dolor:


“No creas que, porque yo canto, llorona, tengo el corazón alegre. También de dolor se canta, llorona, cuando llorar ya no se puede”.


Más cuerdas, esta vez un arpegio de guitarra acompañando una letra de ausencia y añoranza: “Canción de las simples cosas”:


“Al fin la tristeza es la muerte lenta de las simples cosas. Esas cosas simples que quedan doliendo en el corazón.”


Tristeza, tristeza desbordada, tristeza impronunciable; recorriendo un cuerpo sin borde, como si viniera del mundo y fuera hacia él. De ida y vuelta haciendo estática. Decir tristeza entonces no basta; otras palabras: depresión, melancolía.


Descrita como un estado de profundo abatimiento en donde se pierde el interés por todo, excepto por el propio sufrimiento. La depresión ha sido objeto de estudio de las áreas Psi, con su particular marco de abordaje explicativo. Entre factores bioquímicos, anatómicos, energéticos, astrológicos y psicodinámicos atribuidos a ella, por mencionar algunos; hemos de ser considerados con los elementos interpretativos y las representaciones de este afecto.


Kant, en su “Ensayo sobre las enfermedades de la cabeza”[1] apuntó:


“En virtud de una habitual ofuscación, los humanos no ven lo que está ahí, sino lo que su inclinación les quiere hacer ver: el miedo convierte en lanzas y espadas los rayos de la aurora boreal, y al anochecer, hace que un indicador del camino se vuelva un espectro gigantesco.”


Enmarca al melancólico como un fantaseador en lo que refiere a los males de la existencia: “el melancólico delira en lo que atañe a sus lúgubres y quejumbrosas conjeturas, es un ser apesadumbrado.” Asimismo, atribuirá al melancólico el efecto de lo sublime[2]; en este sentido dirá que la melancolía es algo sublime pero no de carácter noble o magnífico: “Una soledad profunda es sublime, pero de naturaleza terrorífica”[3].


Si el deseo es búsqueda, la melancolía sería el efecto ante el encanto de Medusa, ese “horrendo monstruo grisáceo” que petrifica.


En la melancolía hay hemorragia de dolor, de pérdida. De esa bilis negra en combustión que recorre las estructuras del cuerpo, las toma; nubla la vista, el sabor, las melodías, las texturas. Hasta que la palabra vehiculiza su derramamiento. Decir del vacío no es fácil, el vacío se atora en la garganta, y las palabras de pronto no salen. A veces, cuando las decimos sentimos un desgarro, duele. Pero es un dolor que hace unión, un lazo que abre camino a la metáfora.


Cuentan que, un día, Hipócrates encontró a Demócrito en medio de cuerpos animales seccionados. Al preguntarle qué hacía, Demócrito respondió: “Busco la bilis negra, debo encontrar la cura de este mal que me ha tomado, por algún lado debe estar”.


Buscamos causas, razones, lógicas, estructuras, energías, tratamientos, curas.

Ante la experiencia del ser melancólico, no hace falta decir que Demócrito nunca encontró aquel lugar que gestara la melancolía, tampoco la ciencia lo ha hecho. Se trata, de forma paliativa. En un mundo de potencia la melancolía se evita, se teme.

Quizá por ello la pérdida está perdida en las canciones que actualmente se prefieren; y resulta comprensible.


En 2011, Dufuormantelle[4] acotó sobre la tristeza: “En eso consiste su riesgo. Podemos evitarla, apartarnos, ignorarla. O bien, arriesgarnos y abrirnos al exilio interior al que nos somete sin violencia y que era imposible de imaginar previamente. Y en ese territorio sin mapa ni referencias, entretenernos un poco. Correr el riesgo de la tristeza sería el contrario de ingresar en la melancolía, recordando otra posibilidad de ser nuestros y del mundo, abiertos a lo que venga”. Abandonar las ruinas y salir del silencio. A riesgo del porvenir. “La tristeza requiere de un espacio intermedio entre lo trágico y lo placentero, suerte de antesala del abandono donde el modo menor que la caracteriza libera su música en una suerte de ausencia de sí reconocible entre mil.”



Dicen que la luna oculta una cara, dicen que es oscura. Dicen que la noche atrae a los malos espíritus, que no es buena compañía, que incluso puede llegar a ser mala consejera. Dicen.



Imagen: Noches de Niebla Azul de José Basso

[1] Kant, Immanuel. “Ensayo sobre las enfermedades de la cabeza”, 1764. [2] Kant, Immanuel. “Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime”, 1764. [3] Kant, Immanuel. “Lo bello y lo sublime”, 1764. [4] Dufourmantelle, Anne. “Elogio del riesgo”, 2011.



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