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Los pies en lo imposible

  • Foto del escritor: Patricia Meléndez
    Patricia Meléndez
  • 8 ago 2020
  • 3 Min. de lectura

En un mundo que se nos presenta en sistemas de opuestos, cognoscible, racional; parece no haber espacio para otra cosa, aquello que se deja en el buzón de enigmas, lo misterioso.

La necesidad de comprender, de encontrar razones y explicaciones lógicas muchas veces nos lleva a la desesperación ante la imposibilidad de apalabrar. Damos rodeos persiguiendo “eso” que nos convoca desde lo más profundo, perseguimos espejismos que muestran una cara de plenitud y convergencia, mas resultan horizontes aparentes.

Hablamos todo el tiempo, incluso hay quienes se han dado a la tarea de estimar cuántas palabras pronunciamos en un día, los resultados: las mujeres dicen aproximadamente 32,000 palabras, mientras que los hombres utilizan 15,000 palabras en el mismo tiempo. Pos supuesto, se trata de cientificismos que atribuyen sus resultados a determinada densidad neuronal o a la incidencia de una proteína llamada “proteína del lenguaje”.

Intentos de colmar, de certezas, de que no exista hueco, ni duda. Eso que nombre todo, que explique todo, que suture. Y entonces, andar en esa banda infinita de ciclos que se repiten, pero sin escapar del tiempo, nada nos libra del tiempo, como tampoco de la muerte.

Sin embargo, la experiencia también nos muestra que dichas oposiciones binarias no son radicalmente distintas, forman parte de un continuo donde lo interior puede ser excluido y lo exterior puede estar incluido. Mirar y ser mirado, nombrar y ser nombrado.

Hablamos y escuchamos hablar, pero ¿qué logramos decir?, ¿qué logramos capturar en esos juegos fonéticos? El problema de la comunicación radica justo en ello, las palabras no son solo palabras. La idealidad de la comprensión pura no dista mucho de la idealidad de la felicidad, de la satisfacción, como completud. Por el contrario, la duda que incita la pregunta, el espacio que lleva a merodear, la falla; muestra el precio de la posibilidad racional, de la conciencia de si, pero al mismo tiempo la imposibilidad de aprehender una parte que pareciera excluida y que al mismo tiempo muestra su inclusión en cada una de las formaciones del inconsciente. Pienso en ello sin pensarlo, vivo en ello sin saberlo.


El sujeto está y al mismo tiempo no está donde se dice, donde se anoticia, donde se nombra; se nombra y se desvanece nombrándose, pero de alguna manera permanece en efecto, el efecto de la inscripción de su falta. ¿Cómo se nos presenta?, ¿qué trasluce en ese discurso incesante? Aquello de lo que no da cuenta, lo que no hace sentido, lo absurdo, lo incomprendido, incluso lo indecible; aquello que recorre la banda, que por más larga que sea se tuerce en un punto y retorna.

Al estudiar las propiedades de la banda de Möbius, me percaté de que no podía posicionarme; y ¿cómo hacerlo en una superficie no orientable?, donde resulta necesario hacer un trazo continuo para saber que, a pesar de percibir dualidad, se recorre la misma cara y el mismo borde infinitamente. Una torsión nos lleva a replantear la correspondencia de sentido incansablemente transitado y un corte nos muestra la manera de escapar a dicha correspondencia. Un corte que comienza con una perforación, un agujero, que por si mismo ya nos muestra algo: que no es pasar de un lado a otro, sino quedar del mismo lado por el cual se perforó. Será necesario continuar el corte que permita transitar otro lugar.


Hay que caer y no se puede elegir dónde. Pero hay cierta forma del viento en los cabellos, cierta pausa del golpe, cierta esquina del brazo que podemos torcer mientras caemos.

Es tan sólo el extremo de un signo, la punta sin pensar de un pensamiento. Pero basta para evitar el fondo avaro de unas manos y la miseria azul de un Dios desierto.

Se trata de doblar algo más que una coma en un texto que no podemos corregir.

Roberto Juarroz

 
 
 

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