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Libertades de artificio

  • Foto del escritor: Patricia Meléndez
    Patricia Meléndez
  • 12 jun 2021
  • 2 Min. de lectura

¡Trabaja, trabaja, trabaja! La orden ya sin el fuete en materia, sí como fantasma; de fondo el poder y el control, el poder de controlar, controlar el poder. En estos tiempos ya no se acepta tan dócilmente la orden, pero ésta se disfraza de sugerencia, de atenta solicitud.

Así, basta un mensaje, una llamada para “solicitar”. Las formas cambiaron, pero para el tirano sólo son adornos que encubren el placer de saberse ejerciendo el poder que un título le hace creer, es el viejo problema de las jerarquías. Si alguien resiste, cuestiona; se le coloca en aquellos lugares que han existido desde aquellos tiempos de franca esclavitud: los inadaptados, los rebeldes, los perezosos, los irresponsables, los locos, los románticos, los idealistas.


La pandemia permitió la recuperación de espacios íntimos y familiares; al contrario de lo que pasó con los espacios sociales y laborales. El trabajo en casa después de más de un año, ha demostrado que el engranaje puede seguir funcionando sin que las personas se abnieguen a un espacio donde mecánicamente aprenden a sobrevivir. Ha tenido otros costos por supuesto: estar en casa, pero ahora sin horarios, una especie de limbo en donde un sonido recuerda que estás trabajando. Llamadas, video llamadas, grupos de mensajería instantánea para todo. Notificaciones todo el tiempo.


Recuerdo preguntar cómo hacían las personas para establecer sus actividades antes de que existieran los teléfonos móviles. ¿Cómo hacían para comunicarse y acordar sus citas o avisar de algún imprevisto? La palabra solidificaba un compromiso, no era tan volátil como ahora ante la posibilidad de que en segundos es posible cambiar la ruta sin tanto esfuerzo, ni miramientos. Encuentro cierta analogía en este cambio tan radical; la posibilidad de trabajar desde otro lugar que no es el configurado específicamente para ello implica que el espacio del trabajo amplió sus fronteras.


¿Quién defiende los límites entre lo público y lo privado cuando el mundo parece colapsar? Cuando se habla de escasez y catástrofes. ¿Quién se atreve a pedir un trabajo digno cuando el discurso versa en conformarse y agradecer que hay trabajo? Las más de quince horas exigidas antes de la Revolución Industrial dieron paso a la regulación de jornadas laborales, ocho horas estandarizadas. Pero, insisto, la regulación es otro adorno más. ¿Quién puede decir que dedica solamente ocho horas de trabajo al día en condiciones dignas? ¿A quién se le pagan efectivamente las horas excedentes? Creemos vivir en una sociedad más avanzada, pero en muchos aspectos estamos atorados en un terreno de fango con flores de artificio.


El tirano, que vio atenuarse su control y poder tras la pantalla, ahora reclama su posición.

 
 
 

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