LO QUE NOS QUEDA
- Patricia Meléndez
- 28 ene 2021
- 3 Min. de lectura

Un respiro pensado.
Un abrazo contenido.
La sonrisa velada.
La mirada aturdida.
El mundo giró en vertical y de pronto nos forzó a mirar, a contemplar. Y cuando pasó, nos descubrimos en él; vulnerables, apacibles, temerosos. Incapaces de detener lo imperceptible, hemos sido testigos de las huellas que ha dejado, de las vidas que ha cobrado y de sus efectos materiales e inmateriales. Las naciones colapsaron. La vida cambió radicalmente.
Hombres y mujeres se replegaron en sus guaridas mientras los seres cautivos volvieron a su hábitat, una tregua forzada pero necesaria.
Mientras el gran sapiente decaía, enfermaba o moría; los cielos se despejaron, el viento se volvió más respirable, un aire anhelado que ahora no basta para vivir.
Jamás pensamos que el gesto más común y natural se convertiría en un juego de azar. Un saludo, un beso o un abrazo ahora invitan a la incertidumbre y algunas veces a la culpa. Culpables de reunirnos pasamos medio mes atentos a los efectos de esta transgresión; a la menor sensación medimos: oxígeno, temperatura, olfato.
Día a día, desde hace casi un año: números, gráficas, comparativas, porcentajes. El número de habitantes decrece mientras los contagios incrementan, así la tendencia. Reportes y estadísticas marcan el ritmo de los días, el calendario ha pasado a segundo plano. Ya no sé si es lunes o viernes, sólo sé que he vivido una semana más, y eso es lo que importa. Seguir vivos. Respirar.
Conozco el mundo pero no lo reconozco; de pronto me obligó a mirarlo, pero es una mirada inquisidora, tendiente a evadir el menor riesgo de eso que llaman “contagio”. Cuando me animo a salir, después de haberme investido con todo lo que creo me dará protección, calculo mis pasos para no tropezar con otros que también intentan esquivar. Y si de pronto noto una distancia oportuna, quizá sonría al que viene de frente, pero no lo nota, ni yo su expresión; entre el cubre bocas, la máscara y los lentes ahora somos más imaginados que imagen.
La pantalla no es suficiente, siempre queda la nostalgia de aquella sensación de cercanía; lo que antes era calor, ahora es luz. Una luz brillante más no incandescente.
En la era de la productividad, el encierro representa imposibilidad. A menos de que esa productividad sea posible desde casa, quedar resguardados nos deja a la deriva. Y si bien las condiciones ahora son más amenas gracias a las múltiples posibilidades que encontramos en “la red” y en sus diversas plataformas; hay algo irremplazable: la libertad de sentir el mundo, de tocarlo, de olerlo, de transitar en él, de vivirlo a través del cuerpo.
Podemos imaginar, planear; mirarlo en fotos o en videos, mas no estamos ahí. Y eso es un terrible golpe a nuestro ser.
Todo enemigo representa un condicionante de libertad. Transitar con miedo no es libertad, por más protección que podamos tener somos esclavos de la posibilidad, esa posibilidad que a veces hace dar un paso atrás.
Esperar. ¿Qué esperar? ¿Que la hoja vuelva a esa parte de la historia conocida? Será mejor otra espera. Una espera por lo distinto, conservando cierta esencia que nos ha constituido. No ceder ante el miedo; sentirlo, vivirlo, pero no hacerlo amo. Se dice que lo que no se tiene se desea, como aquel refrán: “nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido”,
Lo perdido y lo prohibido vuelca en deseo.
¿Qué nos queda? Contemplar lo infinito en nuestra irremediable finitud, sentir y sentirnos ahí donde nos habíamos perdido, reencontrar los vínculos primarios, sacarnos el chip maquinista y aceptarnos humanos. Aceptar que caminamos en arena, que el tiempo no marca la eternidad y que nuestra mejor recompensa se vive en presente.
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