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AL CENTRO DEL LABERINTO

Patricia Meléndez Aguirre

“Cesó la tormenta, y la nausea que es peor que el miedo.

Se siente que allá arriba hay sol, sol que ya no veremos porque la ejecución de las víctimas del minotauro sucede sólo de noche.

El minotauro nos espera desde el comienzo de los siglos; cada batida de remos nos acerca a él.”

Yourcenar, o Cada quien su Marguerite

Síntoma: señal, indicio de que algo ocurre o va a ocurrir. Esta definición, es la más conocida y referida; sin embargo, en el Corominas[1] hallamos dos acepciones interesantes: por un lado, la palabra refiere a una coincidencia, a un caer al mismo tiempo, y por otro al cadáver, a una ruina, a un desecho. Lo anterior me permite de entrada pensar el síntoma como aquello que sobresale de las ruinas, un resto que da cuenta de que algo se ha perdido.

Preciso decir que las siguientes líneas atañen al síntoma analítico, aquel que constituye una de las vías manifiestas del inconsciente. Sobre su multiformidad habrá de referirse en otra ocasión, baste decir que su configuración y anudamiento responde a cadenas asociativas, significantes, para cada sujeto; de ahí que podemos encontrar un sin número de manifestaciones sintomáticas. El síntoma es dinámico.

Freud, señaló la formación del síntoma como respuesta al advenimiento de una representación portadora de una moción desagradable para el yo, ante esto surge la represión, que coarta el placer de satisfacción del ello; así el placer de satisfacción se muda en displacer y la moción pulsional encuentra un sustituto que no produce placer. El síntoma surge como sustituto y retoño de la moción reprimida. Su exigencia de satisfacción se renueva cada vez haciendo que el yo dé una señal de displacer; ante esta constante renovación, el yo encontrará ventaja, por lo que dará fuerza de fijación en torno a la regresión y por tal motivo dificultará la desaparición del síntoma[2].

En este orden de ideas, la represión desempeña un papel importante; la agencia representante de pulsión es desfigurada por ésta y la libido de la moción pulsional se deriva en angustia. Por ello, toda formación de síntoma es para escapar de dicha angustia, ya que los síntomas ligan la energía psíquica, que de otro modo se habría descargado como angustia.

Así como cada condición de dolor tiene su época y desaparece expirada ésta. El síntoma representa las épocas del mundo interior; por ello es singular para cada sujeto; podrá compartir fenomenología, pero su composición radica en la historia particular, en antiguas fijaciones.

Pero, ¿qué subyace en lo más profundo de este manifiesto llamado síntoma?, no es una cuestión sencilla; sus caminos no lo son debido a que se encuentran entrampados y, como ya se dijo anteriormente, deformados por la propia represión. El síntoma es un cumplimiento de deseo que engaña a la pulsión, es un intento de cumplimiento, ya que la pulsión es una satisfacción siempre pendiente[3], el síntoma es goce. Se instala, insiste, se cuelga en el cuerpo, se advierte en las palabras, en los movimientos, rasguña el alma; algunas veces haciéndola jirones. El síntoma toma astutamente su estandarte para hacerse espacio obligado de la existencia.

Ahora, retomaré dos figuras de la mitología griega para reflexionar en torno a lo ya planteado: el laberinto y el minotauro.

El laberinto es un espacio que representa una dificultad, la pérdida y la búsqueda a través de diversos caminos; pasajes infinitos que conducen a un centro y a una o varias salidas.

El diseño laberíntico implica la imposibilidad de orientación para quien lo recorre, esto se logra haciendo que cada punto sea difícil de distinguir de los demás; se juega con simetrías, espejos o aparentes puntos de referencia que al repetirse muchas veces no son útiles para identificar un sitio en específico, se vuelven testigos burlones de la desorientación del visitante[4].

Se entra en el laberinto para dejarse perder, buscando encontrarse.

La palabra labrys se asocia a labyrinthus y tiene de raíz latina la palabra labus, labios. Laberinto singnifica así la Casa del Labrys, símbolo de la Diosa Madre en donde el cuerpo de la diosa es el laberinto y el centro de éste es el útero. Andar por el laberinto es ir hacia el centro y fuera de éste, lo que evoca nacer, vivir y morir.

Me permitiré hacer del síntoma metáfora de portal. En su insistencia por lograr una satisfacción que no encuentra salida, surge con todo y la energía que le ha sido investida. He ahí la entrada al laberinto.

El síntoma invita a pasar, a recorrer el laberinto. Y es que la tarea no es simple, no implica una lógica causal de puntos lineales; una vez tomado el camino se puede dar cuenta de las encrucijadas, contradicciones y enredos presentes en esa maraña de salas y corredores llenos de trampas y de espectros, “el laberinto tiene complicaciones peores que la muerte”. Sus muros hacen barrera y hacen camino, en ellos se advertirían puntos de fijación cual retratos de historias estructurantes, a los que Lacan llamó significantes primordiales.

Freud, en La interpretación de los sueños advertía de un núcleo inasible, el ombligo del sueño; como un lugar, quizás una función, de cuyo contenido no puede darse cuenta, resignado a la oscuridad, al desconocimiento. Un centro al que es imposible acceder para llenarlo con la luz del conocimiento, a fin de cuentas, la blancura de la luz es tan enceguecedora como la noche negra.

Al centro del laberinto, del reino de la muerte, Minotauro. Producto de la desobediencia, de las pasiones, de lo prohibido, de lo transgredido. Esperando, ¿qué espera?

Un fragmento de La casa de Asterión de Jorge Luis Borges nos permite pensarlo:

"La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá́ yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Cada nueve años entran a la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangrente las manos. Donde cayeron quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será́ mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será́ como yo?"[5]

Y, ¿cómo salir del laberinto?, ¿quién nos salva de perdernos en la oscuridad de la noche? ¿qué nos rescata de la muerte? El hilo de Ariadna, lo indestructible; representa el amor que aparece no para permanecer sino para salvarnos.

La propuesta del Psicoanálisis ante el síntoma podría presentarse de la siguiente manera:

El analista cual Ariadna, proporciona el hilo; el analizante cual Teseo, armado con la espada mostrada por su padre, una vez que ha podido levantar la roca que resguardaba su armamento[6]; avanza sin ver, guiado únicamente por el sonido de la bestia. La toma por sorpresa y lucha a muerte. El minotauro es invisible, retrocede continuamente como estrategia. Podrá salir del laberinto, pero ¿si Teseo sangra es porque el Minotauro ha muerto? ¿Que sería una victoria que no se renovara? ¿una elección que no fuera tomada cada mañana? ¿Asesinado el Minotauro con qué se quedarán aquellos que quieren morir?[7]

No hemos salido del laberinto, para nuestra dicha.

[1] Coromines, Joan. “Breve diccionario etimológico de la lengua castellana”

[2] Freud, S. “Inhibición, síntoma y angustia”

[3] Gerez, M. “Dualidad del síntoma en psicoanálisis”. Argentina, 2012

[4] González, A. “Borges y Escher. Un doble recorrido por el laberinto. México, 1998

[5] Borges, J. “La casa de Asterión”. Argentina, 1947

[6] Cuando el niño pueda levantar la piedra, podrá reclamar su lugar como príncipe.

[7] Yourcenar, o Cada quien su Marguerite, 1989

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