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Sobre la inutilidad de la Semiología

  • Jorge Enrique Adoum
  • 12 feb 2018
  • 8 Min. de lectura

Domingo. Tan agosto que me cuesta imaginar que a veces me ha dolido literal y metafóricamente el corazón. Estuve tratando de conciliar la semántica con el verano y su cerveza adyacente y la gnoseología con la nostalgia de un país donde a esta hora el mediodía se echa al mar arrastrando adolescentes en racimos, tratando de comprender por qué «es en la relación con la lógica de la palabra […] donde adquiere su valor significante la reunión no sintética que actúa en el significado poético».

Pero no pude, pese a mis sogas cartesianas: en el balcón de la casa de enfrente una muchacha desnuda, hembra hasta abajo, se ha puesto a mirar desolándose el vecindario de chimeneas y de antenas, mástiles sucesivos de un puerto sin mar donde alguien tomara fotografías despidiéndose, trata de cerrar las persianas (con la cabeza baja llora rubia bajo el cabello hasta los hombros) y puesto que ya pasó el sol, cartero de los domingos por la tarde, y que nadie recuerda cómo irá a ser de azul el temblor de la brisa de septiembre, pienso que anticipa la noche, antojadiza, ambigua entre la incontinencia y el desánimo, porque cuando esto sucede a esta hora y ella está ya desvestida suele haber adentro un hombre dispuesto a rehacer unavezmentemás esa historia que más que las otras comenzó en el Génesis y a probar cada vez que le sea dable los frutos del bien y del mal (he visto desde aquí también las piernas y el tronco del conocimiento) ya sin temor a la fingida curiosidad del Señor con sus preguntas, el mismo que antes de darle mujer al hombre había dicho del hombre «No es bueno que esté solo» (¿y la relación con la lógica de las palabras?), sin avergonzarse ninguno de los dos de estar desnudo, más bien orgullosos ambos de la perfección estatuaria de los cuerpos comunicantes, «la permutación dialógica de los dos significantes por un significado», agradecidos de no estar más en el Paraíso, tan aburrido como un domingo de tarde en las Galápagos, pero en tal caso no se llora, a menos que se trate de esa frecuente cópula disyuntiva (donde adquiere su valor significante la reunión no sintética) o que no haya nadie esperando que ella vuelva del balcón a la cama para envaginarse y nadar en mujer en la penumbra y que pese a sus flancos que me turban de lejos y que, vistos desde aquí, abren en dos el cielo, que pese a sus pechos que refrescan —vistos desde aquí parecen cargados de un zumo de atardecer— sea sola, interminablemente intermitentemente sola, y a causa del crepúsculo, de la cerveza, de otras mujeres donde antes fue verano y sobre todo de esta higiénica manía de esperar lo peor objetivo para esquivar la cobardía que es sólo el temor a lo imprevisto, pienso que en este momento ella es la única mujer de la tierra y que va a matarse dejándonos a todos viudos: al fin y al cabo es domingo de tarde. (Yo sé que «la poesía enuncia la simultaneidad, cronológica y espacial, de lo posible con lo imposible, de lo real con lo ficticio» pero ¿y la desesperanza como estructura del poema? ¿y los días que nos quedan, fonemas de la vida tartamuda?).

Tengo entendido que los suicidas fundan la tiniebla como una ciudad sin nadie llegando a ella a tientas con la última marea del aliento, o sea que tras aguardar toda la vida aún pueden aguantar hasta la noche, con Dios bajo la axila, pero si tienen urgencia de sombra cierran las ventanas o buscan en el sótano, para acostumbrarse, una antesala de la bruma, deteniéndose un instante en la puerta, espiando su rumor, casi con miedo, y comoquiera que caigan en su propia emboscada tarde o temprano los veremos de espaldas y atónitos como el primer hombre ante el primer relámpago en la primera noche de la tierra, o recordando haber olvidado algo que no recuerdan —romper esa fotografía, hacer reparar el tocadiscos, dar de comer al gato, buscar un pañuelo limpio para la sangre virgen de esa única menstruación novia de la sien, el corazón, la boca—, o escribiendo la famosa carta que jamás da razones a nuestro desaforado deseo de aprender para cuando se ofrezca sino excusas parecidas al arrepentimiento, como si esa voluntad voluntariosa fuera culpa, o tal vez asombrados de haberse atrasado tanto en pagar el alquiler de la vida, o empezando, premuertos, en un mal cálculo de su propia posdata, precisamente esa carta: «No te culpo, no es por rencor. Quisiera decirte que lo único» y lo único viene a ser esa lágrima única húmeda huella digital al pie de los dos renglones del inacabado telegrama) y parecen reflexionar eternamente lúcidos, demasiadamente póstumos, en la existencia malbaratada, hecha de cocina y marido, hecha de montañas de días, que se puede deshacer de un puntapié, como cuando en la cresta de la ola del deseo una mujer dice «Ahora no, mejor no, mejor nunca», y uno siente que la playa comienza a hundirse porque le falta ese grano de arena, y alguien, ajeno y otro, hubiera decidido poner fin a los todavías, los cálmate, los no seas loca, los espera.

Claro que si se considera la vida como una de las bellas artes el suicida tampoco es el mejor crítico de su obra y sería absurdo decir que la ha dejado a medias, aunque nadie puede negarle el derecho a buscar el final adecuado sacándose la muerte del bolsillo: una línea en blanco entre paréntesis que la primera paletada de tierra cierra, ni tampoco, aun antes de la búsqueda y del asombro ante el hallazgo, el derecho a decidir en qué página desaparece el personaje que comienza a sentirse sobrante en su propia historia, escoger el momento en que va a encontrarse consigo al final de sí mismo y toparse con un desconocido al fondo del espejo, o como una muchacha que corriera bajo la lluvia para llegar puntual al sitio donde va a caerle el rayo, no importa si entre las piernas o entre los pechos, en lugar de esperar que salga de adentro esa muerte parda que tozudos tercos tenaces testarudos nos vamos fabricando día a día desde el alarido con que nos nació la loba, yéndonos poco a poco del cuerpo, ropa sucia del humor malo de la malasuerte, esa muerte con el desencanto de su gozo rencoroso, a la que se desea por lasciva y se rechaza por obscena, que no se elige ni se busca porque siempre está allí, ganosa con paciencia, el salto de la duración a la nada detenido como en una fotografía en una cama de hospital a donde una amiga ha llevado ya, profecía que acierta a veces, las primeras flores, aunque también nos avergüence a veces seguir vivos como si le hiciéramos trampa a alguien al fondo de nosotros diciéndole que la llegada no justifica el camino. (Mi hermano, en cambio, cuando dejó de ser músico y librero, decidió seguir siendo ajedrecista y jugó contra su corazón: jaque y mate un domingo de agosto por la tarde. Al día siguiente me sentí culpable en algún sitio de adentro, como cada vez que vuelve a suceder, aunque con distinto parentesco.

¿No es, pregunto cada vez y me pregunto, fatuidad pura creernos necesarios o por lo menos útiles en el instante ya totalmente desvencijado puesto que tras el último trago de coñac y el cigarrillo que se ofrece para prolongarse un milímetro la vida, el condenado no busca a nadie, no llama al teléfono a nadie, no trata de arrastrar a nadie, por vez primera libre, ni de aferrarse a nadie para resucitar, momia honesta?).

Y a todo esto, en dónde he estado yo y para qué cuando no me quedaba sino un esqueleto de alma. ¿Yo? Fui dos veces ya sin querer y nadie me esperaba: el río era el mismo, yo era el mismo y no hubo barca, no toqué la otra orilla de esos algodones tibios y ese suero, y esa breve experiencia de natación feroz contra la corriente me hizo reflexionar en las buenas maneras o sea regresar a despedirme de los demás y me quedé en esta orilla, con una desabrida saliva de resucitado, con los oídos apretados entre muslos de sueño, porque la vez pasada fue más bien el espanto de dejarme esperándome sin venir a encontrarme y me desencontrara con mi cadáver junto a las medias de colegiala y el uniforme de almidón de la enfermera. Pienso entonces en mis náufragos a la deriva que flotan, cosa rara, una tarde de agosto. (Aclaro que de esto hace mucho, mucho tiempo, cuando en América era posible morirse, verbo reflexivo, antes de que se muriera así, tan transitivamente, antes de que la muerte entrara anunciándose con coces de soldado. Aclaro también que no soy un soplón de sus aduaneros —¿y era eso entrar de contrabando en ella?— ni un tallador de lápidas para poner nombres bajo el retrato, además no hay más retrato que el que guardo en el lado de adentro de los ojos, y en cuanto a las mujeres siempre fue como un rechazo tras una declaración de amor y eso no se cuenta por amor y por amor propio). Pero las persianas siguen cerradas.

Recuerdo ahora a los bomberos rompiendo una ventana donde no había fuego sino lo que quedaba de un muchacho tras haberse quitado con el sabor dulzón de la pólvora el de un beso certeramente último. Quisiera entonces cruzar el patio, llegar antes que el disparo, el borbotón de sangre, el sueño falso, subir de piso en piso en piso en piso , llamar a gritos de puerta en puerta en puerta hasta su puerta, decirle, por ejemplo, que uno puede convivir con la enfermedad, hermana neurótica con la que se conversa cuando se han ido las visitas, que ya nos arreglaremos con su aborto, si es por eso, o para pagar las deudas contraídas cuando porque le dijeron que la amaban, que ahora ya no hay tiempo para eso, que ya llegará el día o que no importa mucho, que ya no se usa. Tal es mi manera de rezar y de creer en el milagro.

Y he aquí que sucede: ella abre las persianas, más desnuda que antes con su calzoncito de celeste espuma, me alegra que esté viva, que haya cruzado sus propios límites y las fronteras del amante, sabiendo que no parirá forzosamente o que puede parir sin dolor, y él sabiendo que por la ella de cada uno vale la pena ganar el pan con el sudor de la frente y hasta agradecido, aunque dado el barrio, el tipo de construcción, el impuesto de inquilinato, los gastos de condominio, tal vez se trata más bien de alguien que jamás sudó para ganar su automóvil, su champagne, su departamento y el departamento de ella, joven fulgor que en el atardecer él acapara y atraviesa. Deduzco entonces, como dicen en mi país de la cárcel y de las leyes, que las maldiciones del Señor son sólo para los pobres y de mis profundas reflexiones sobre la muerte autónoma y otros conexos actos sacramentales sólo quedan la ceniza y las colillas en el cenicero y en el suelo, estos papeles que por vanidad o por pereza no son «ceniza mas tendrán sentido» , son basura mas no por eso menos ciertos, y «la incompatibilidad de los dos términos de la negación», «el juego dialógico del lenguaje», «la unión sintética» , etcétera, de Julia Kristeva.

(Verano. Domingo. Se diría que la vida vale la pena. Dicen. Digo. Creo. Menos mal que seguirá intacta mañana al aire libre de agosto aunque alguien, quizás yo mismo, pueda morir hoy sin que me haya enterado previamente).

Fotografía en portada: Nina Leen

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